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Enrique Prieto Gómez: Entrega y fidelidad

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Permanentes en la oración, permanentes en la lucha

Reproducimos este artículo publicado en Encuentro y Solidaridad tras la muerte de Enrique Prieto, que fue militante cristiano y fueron muchos los momentos, a lo largo de su vida, los que pasó por la casa Emaús, junto con Ángela, su mujer. Últimamente se dedicaba a cuidar los rosales, pero siempre estuvo pendiente de la jardinería de Emaús, así como educador durante el período de la casa escuela compartiendo con los jóvenes su sabiduría sobre el mundo del trabajo y la profesión. Personas como Enrique y Ángela siguen haciendo posible el proyecto de la Casa Emaús. Gracias y hasta siempre.

Autor: Rodrigo Lastra del Prado

Enrique Prieto Gómez nació el 12 de diciembre de 1940 en Madrid, en una calle del barrio de Salamanca. Y no precisamente por ser hijo de alta burguesía. Vino al mundo en una habitación para sirvientas de la casa de uno de los generales más destacados de la sublevación franquista. Enrique era hijo de inmigrantes. Su padre Manuel Prieto, natural de Jerez de la Frontera, y su madre Juliana Gómez Herradón, oriunda de la pequeña localidad toledana de La Iglesuela, habían emigrado de la España del sur a la capital para “servir”. Manuel era el chofer y Juliana ama de llaves en la casa de General Goded.

Niño de la posguerra, la infancia de Enrique transcurre por un Madrid lleno de heridas abiertas. Heridas en la propia arquitectura de la villa, como las trincheras de la Ciudad Universitaria y los socavones de los bombardeos aún frescos, por los que jugaba el pequeño Enrique. Y heridas humanas y morales que tardarán más en cicatrizar. A la labor de restañar las profundas heridas surgidas de la Guerra Civil dedicará su vida la madre de Enrique. Juliana fue presidenta de Hermandad Obrera de Acción Católica Femenina (HOACF)  entre 1952 y 1963. La HOAC había sido impulsada en 1946 por Guillermo Rovirosa y un grupo de obreros conversos provenientes del socialismo y el anarcosindicalismo, y fue la organización determinante para tender puentes entre la Iglesia y el mundo obrero. Puentes que habían saltado por los aires por los desencuentros de las últimas décadas. Puentes que se reconstruirán y serán claves para la transición pacífica que se dará en las décadas siguientes. La infancia de Enrique queda marcada por esos testimonios de vida asociada y militante de su madre y los amigos de su madre, especialmente Guillermo Rovirosa.

Enrique estudiará con los salesianos, y según él siempre contaba “iba para cura”. Pasó por los internados de Astudillo (Palencia) y Arévalo (Ávila), pero la vida le tenía reservada otra vocación, y abandonará los estudios eclesiásticos para estudiar Ingeniería Industrial en la Escuela de Ingenieros de Madrid de la calle Embajadores. Pero sin duda la huella de los salesianos de Juan Bosco también será profunda en su vida. Su esperanza en la juventud obrera y su amor por el trabajo bien hecho, especialmente el trabajo manual, serán una de sus señas de identidad. Y desde luego sus dotes de educador, aunque nunca de dedicó profesionalmente a la enseñanza. La bonhomía de su carácter y su talante dialogante harán que trasmitiera con gran paciencia y pasión sus conocimientos, como así lo hizo como colaborador de la casa escuela de Emaús, en Torremocha del Jarama. O como lo hacía, ya jubilado, dando clases al inmigrante más pobre que aparecía por la Casa de Cultura y Solidaridad de Alcalá de Henares. Como padre que fue de niñas y adolescentes en los años 70 y 80 sus hijas no recuerdan que recurriera nunca al castigo como forma de resolver los conflictos habituales de una familia numerosa.

En los años 60 se especializará en la rama química de la ingeniería y comienza a trabajar en la fábrica que la multinacional de cosméticos Avon tenía en Alcalá de Henares. Allí pondrá de manifiesto, no sólo sus dotes para el trabajo sino también, su honda conciencia social. Años más tarde será despedido por su labor sindical en defensa de los trabajadores.

En 1970 se casará con Ángela, la mujer de su vida, que había conocido en Londres. Él había viajado allí para aprender inglés mientras trabajaba en una cantina para inmigrantes, y Ángela había ido a Inglaterra para trabajar de au pair cuidando niños. Desde entonces Ángela y Enrique formaran un tándem inseparable que fue espejo de amor comprometido y entregado en el que nos miramos muchos de los jóvenes de las generaciones venideras. De los múltiples frutos que ha dado ese amor, destacan sus 5 hijas y sus 12 nietos.

Por esos mismos años entra en contacto con la editorial ZYX, que había sido fundada por un puñado de militantes provenientes de la HOAC y sostenidos entre otros por su madre, que estuvo muy activa en esos primeros años de esta experiencia, que fue la que más libros editó de Movimiento Obrero en pleno franquismo. La editorial ZYX tomaba su nombre de las últimas letras del alfabeto, en claro contraste con ABC. Quedaba clara su vocación desde el principio: estar con los últimos de la Tierra. Vocación que ya no abandonaría Enrique hasta el final de sus días. El alma de la ZYX fue Julián Gómez del Castillo. Este militante obrero cristiano va a ser sin duda otra de las grandes influencias en la vida de Enrique. En una ocasión, el desánimo y el desgaste producido por la crisis política de los movimientos apostólicos a finales de los 70, hizo que Enrique se plantease dejar la militancia asociada. Tuvo la lucidez, según nos contaba el mismo, de ir a hablar con Julián para comunicarle la decisión. Julián le escuchó, y no le debió soltar ningún rollo. Simplemente, nos recordaba Enrique, le dijo: “Deja la militancia cristiana asociada si así lo consideras, pero nunca dejes a Jesús de Nazaret”. Esas palabras debieron resonar en su interior, pues no sólo no abandonó nunca su fe, sino que la profundizó cada vez más en la vida asociada de militancia cristiana. Y siguió a Julián en todas las aventuras que a partir de entonces surgieron: el Movimiento Obrero Autogestionario (MOA), el sindicato USO, la revista Sindicalismo y el intento de refundar un sindicato antiautoritario de base libertaria, DERSA…  Pero sobre todo el Movimiento Cultural Cristiano al que se dedicó a fondo durante más de 30 años.

Pero quizá la aportación más genuina la hizo Enrique en el mundo del trabajo. Tras ser despedido del trabajo por la multinacional Avon y sufrir el paro, se trasladó en 1983 con toda su familia a Barcelona a los Laboratorios Leti pharma, que es donde pudo encontrar trabajo por mediación de su hermano. Allí nuevamente sufrirá la persecución laboral y por defender y solidarizarse con otros trabajadores: es despedido tres años después de llegar a la ciudad Condal. Y de nuevo, como a aquel que entrega todo por el Ideal y se le devuelve el ciento por uno, Enrique y su familia experimentarán la solidaridad de los amigos. Vuelven a Madrid y Enrique empieza a trabajar en DERSA (Distribuidora y Ediciones Rovirosa S.A.). Allí, junto con Julián Gómez del Castillo y un puñado de militantes cristianos jóvenes de la generación venidera, pondrán en marcha las ediciones Voz de los sin Voz, herederas en los 80 de la editorial ZYX, y punta de lanza del Movimiento Cultural Cristiano. Con la llegada del mundo postindustrial, la clase obrera europea ya no eran los desheredados de la Tierra. El compromiso militante volvía su mirada a los millones de empobrecidos, hambrientos y niños esclavizados de los países del Sur, que generaba la nueva división internacional del trabajo.

Esta vez, a principios de los años 90, ya en su madurez humana y militante decidirá apostar por hacer de su trabajo verdadera vocación y de su vocación verdadera misión evangelizadora y por tanto transformadora. En 1991, con sus conocimientos técnicos de ingeniero químico, con el apoyo de su familia y amigos y con la red de ayuda mutua que le proporciona la vida asociada, va poner en marcha una empresa. Pero no una empresa cualquiera. Una empresa autogestionaria. Y eso significaba querer tomarse en serio lo que había aprendido de las experiencias autogestionarias proletarias y del cooperativismo obrero. Significaba querer hacer realidad lo que los Papas del siglo XX venían clamando a los laicos: construir realidades económicas que contribuyeran a transformar este mundo de salvaje en humano y de humano en divino. Le empresa de productos detergentes COPAN (hoy SolyEco) comenzó haciendo jabones con mondas de naranjas de los amigos y unas ollas exprés en la cocina de la casa de Ángela y Enrique. Con el tiempo, nuevos productos (gel de ducha, desengrasante, lavadoras, lavavajillas, jabón de manos…) y una pequeña, pero confiable red de distribución por buena parte de España. El nombre de Copan lo tomó de las antiguas ruinas mayas de Honduras, pues por aquellos años estaban en contacto con comunidades cristianas pobres de aquel país centroamericano.

Una empresa en la que sus principios eran recuperar la dignidad en el trabajo y restituir con los beneficios a los empobrecidos de la Tierra. Las familias que trabajaban en Copan se asignaban “salarios de subsistencia” como ellos llamaban. Salarios dignos que permitieran vivir sin miseria, pero tampoco sin enriquecimiento. Pues tan indigno es no llegar a fin de mes, como acumular mucho más de lo necesario para vivir. Enrique siempre decía que su empresa no era solidaria, ni se trataba de una empresa de comercio justo. Desde el momento en que participaba de las condiciones de una economía capitalista (las materias primas, sus cauces de financiación…) ya colaboraba de este injusto sistema económico. Por eso se plantea el concepto de restitución.  Es decir, plantear que los beneficios de la empresa se devolvieran a los empobrecidos, a los que el capitalismo roba de mil maneras. Enrique era un empresario que abogaba por reducir el consumo, incluso de sus propios productos. Cuando recorría España explicando su experiencia, siempre decía que se consumiera poco, como una de las mejores maneras de construir una economía más justa y de cuidar nuestro planeta. Paralela a la red de distribución se puso en marcha una eficaz red de recogida de los envases de plástico, no para reciclarlos, sino para lavarlos y volverlos a poner en circulación. Cuando le invitaban a dar charlas para hablar de Copan, apenas promocionaba sus jabones, y se dedicaba a hablar al auditorio de los problemas de los empobrecidos. El decrecimiento que proponía por los años 90, lo testificaba con su vida. Los que le hemos conocido en las últimas décadas somos testigos de que cada vez necesitaba menos. La empresa crecía. Y cada vez menos rico.  Y cada vez más libre.

No toleraba que los productos del llamado Comercio Justo o los productos ecológicos, fueran tres veces más caros que los productos del mercado convencional, pues eso limitaba la supuesta solidaridad a los más pudientes. La Solidaridad, nos recordaba Enrique, no podía ser de los que más tenían, sino de los que menos se quedaban. Por eso sus productos, de uso cotidiano, concentrados, tenían un precio por debajo del mercado, para que las familias más sencillas pudieran también participar de esta experiencia de solidaridad.

Ya jubilado, estuvo en la primera línea del impulso del partido político Solidaridad y Autogestión Internacionalista (SAIn) y el lanzamiento de una nueva asociación apostólica, Encuentro y Solidaridad (EyS) en la que participó activamente hasta el último día de su vida trasmitiendo las generaciones venideras todo su caudal de experiencia y el testimonio de una familia entregada al Ideal. Siguió estudiando y leyendo hasta sus últimos momentos. La formación y estudio fueron otra de sus obsesiones. Amante del Movimiento Obrero y especialmente de su vertiente cultural, todos lo que le tratamos recordamos que apenas había conversación con él en la que no nos hablara de aquella militancia heroica: el gaditano (como su padre) Fermín Salvochea, los leoneses (de la tierra de su esposa Ángela) Diego Abad de Santillán y Ángel Pestaña, el madrileño Cipriano Mera, los catalanes Salvador Seguí y Joan Peiró… y por supuesto Guillermo Rovirosa y Julián Gómez del Castillo. Colaboró con artículos y publicaciones en la revista Sindicalismo, en los folletos del MOA y en ediciones Voz de los sin Voz. Sus escritos y conferencias destacan por su seriedad en los temas y su originalidad en los planteamientos, denotando un pensamiento con cabeza propia. En los últimos años se dedicó a investigar las viejas libertades castellanas y sus instituciones, como el concejo y los fueros, así como el monacato pobre y libre de los eremitorios altomedievales. Incluso, cuando la enfermedad ya le estaba consumiendo, escribió el prólogo para un libro sobre la historia de los pobres, y le dio tiempo a terminar la biografía de uno de los representantes de ese monacato pretérito: San Fructuoso del Bierzo.

Y sobre su mesilla de noche nunca faltaban los evangelios… y algún libro de Santa Teresa de Jesús o de San Juan de la Cruz. Enrique llegó a tener un conocimiento profundo de estos místicos castellanos. En sus conversaciones (pues Enrique era un gran conversador), con la misma facilidad transitaba por los problemas geopolíticos del mundo como por las moradas de Santa Teresa o la subida al monte Carmelo. De la Santa de Ávila destacaba su feminismo de pobres y su espíritu impulsor y creativo. De Juan de la Cruz valoraba en mayor medida si cabe su origen pobre entre los pobres. Y su propuesta de desprendimiento radical. Teresa y Juan serán dos de sus más importantes faros en ese camino de crecimiento en pobreza, humildad y sacrificio por el que ha transitado Enrique.

Y, sobre todo, la insistencia hasta el último momento de que no dejáramos apagar la llama de la espiritualidad de encarnación, una herencia que hemos recibido de Rovirosa, Julián, Trini, Josefina…. militantes cristianos pobres y de la que tanto los hermanos del Movimiento Cultural Cristiano como los de Encuentro y solidaridad debemos dar testimonio, desde nuestra mediocridad, pero con toda la responsabilidad que nos corresponde.

Ahora que toca despedirnos de Enrique en este mundo terrenal, podemos decir de él lo del apóstol Pablo. “has luchado en noble combate, has acabado la carrera, has conservado la fe. Te está reservada la corona de la Justicia”. Hasta mañana en el altar.